Nota de opinión publicada en La Nación
el 24 de abril de 2015
el 24 de abril de 2015
día del centenario del genocidio armenio
Raphael Lemkin nació en el siglo XX en Bezwodne, ciudad que perteneció a Rusia,
a Polonia, y a Belarús. Fue fiscal, abogado privado y soldado del ejército
polaco que enfrentó la invasión nazi. Atravesó dos
guerras, perdió su familia en Auschwitz, y dedicó su vida como jurista judío y polaco, a luchar contra las crueldades
de una época, signada por las matanzas y el exterminio de poblaciones
indefensas.
Al fin de la primera guerra mundial
el estudiante Soghomon Tehlirian, atentó en Alemania contra la vida de Talaat Pashà,
el Ministro Otomano que en abril de 1915 decretó la deportación
del pueblo armenio. El juicio tuvo amplia difusión y el estudiante fue
absuelto, logrando que la tragedia de los armenios fuera expuesta a la luz
pública. Desde entonces, el joven Lemkin resolvió consagrar su vida a luchar
contra el “mal absoluto”. Lo escoltaba un clima de época esperanzador, la
guerra había llegado a su fin, se consolidaban drásticos cambios en el mapa de
Europa y Asia, mientras los líderes mundiales sentaban las bases de la Sociedad
de las Naciones, dando vuelta la página del mayor conflicto armado de la
historia.
Sin embargo, Lemkin pensó que la
crueldad desatada por el Estado Turco contra el pueblo armenio, tenía
características diferentes. No se trataba de una guerra entre dos bandos formados
por cuerpos adiestrados para la guerra. Se trataba del exterminio sistemático de
una población indefensa. El objetivo era suprimir un pueblo, desatar las
fuerzas represivas del Estado contra ancianos, mujeres, y niños, desarmados. No
importaba cuantas veces había ocurrido o cuanto horror se acumulaba en la
historia de la civilización, solo importaba que no volviera a suceder. De modo que el jurista se dedicó a luchar por
incorporar al Derecho Internacional preceptos que estuvieran destinados a registrar
y evitar estas masacres. Aunque no imaginó que él mismo sería muy pronto protagonista y víctima
de la nueva tragedia. Se atribuye a
Hitler la frase: “Después de todo, nadie se acuerda del aniquilamiento de los
armenios”, mientras planeaba un nuevo exterminio.
En los años treinta Lemkin comenzó
a presentar ponencias en los Congresos de Derecho Penal Internacional para
incorporar el concepto. En los cuarenta,
asumiendo que el lenguaje corriente no alcanzaba para describir el horror y
apelando a sus estudios de lingüística creó una palabra: Genocidio, la que
desde fines de la década del cuarenta se encuentra tipificada e incorporada al
Derecho Internacional.
En estos días, con motivo del
primer centenario de la tragedia armenia, se ha reiterado una polémica. Turquía
no desconoce los hechos y –un siglo después- acepta resignada la condena, como casi
todas las palabras que definan lo ocurrido: matanzas, exterminio, masacre,
aniquilación. Todas menos una,
genocidio.
Genocidio es un sustantivo, no un
adjetivo calificativo que condena una situación histórica. Fue Raphael Lemkin
quien acuñó el vocablo, y logró su incorporación, al sistema de las Naciones
Unidas y su recepción en normas nacionales de numerosos países, además de la
creación de tribunales internacionales encargados de su juzgamiento
Por eso, debemos insistir en que
los hechos deben ser calificados con sustantivos. La nación armenia sufrió hace
cien años un genocidio, no se debe disimular con eufemismos. Entre otras razones, porque los avances
civilizatorios producidos en el campo del derecho internacional, no siempre se
corresponden con la realidad que periódicamente reproduce las mismas escenas: carretones repletos de hombres y mujeres expulsados
de sus hogares, masacrados por la intolerancia.
Dolor por las víctimas y honor para
los sobrevivientes que mantienen en alto sus tradiciones milenarias y el compromiso de organizar un mundo sin guerras, sin desigualdades ni fanatismos.
Llamar a las cosas por su nombre
implica dar entidad. Es el primer paso para restituir la historia de una nación
y fortalecer la conciencia de los pueblos. Reconocer el genocidio contribuye a
encender las alertas. Recientes
catástrofes humanitarias, reclaman de los líderes mundiales un nuevo Nunca Más,
esta vez a escala universal.
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