Discurso de Juan Goytisolo.
Ceremonia de entrega del Premio Cervantes 2014
(23 de
abril de 2015)
En términos
generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes conciben
su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción. El encasillado
en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática, aspira a triunfar.
El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede a
veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de la categoría de
adicto a la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer apartado,
literatos y a los del segundo, escritores a secas o más modestamente incurables
aprendices de escribidor.
A comienzos
de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz de escribidor,
incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos, “ser
noticia”, como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin parar mientes
en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad efímera y
otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a perdurar
pese al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas.
La vejez de
lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita.
El dulce señuelo de la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo.
Ajena a toda manipulación y teatro de títeres, la verdadera obra de arte no
tiene prisas: puede dormir durante décadas como La regenta o durante siglos como La lozana andaluza. Quienes adensaron el silencio en torno a
nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía hasta la
publicación del Quijote no podían
imaginar siquiera que la fuerza genésica de su novela les sobreviviría y
alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas.
“Llevo en mí la conciencia de la derrota como
un pendón de victoria”, escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con
él. Ser objeto de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí
mismo, ser persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y
labor. Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como
un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración.
Mi condición
de hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La mirada desde
la periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista de
mis maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon
nacionalcatólico no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus
críticas y ejemplar honradez. La luz brota del subsuelo cuando menos se la
espera. Como dijo
con ironía
Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces ninguneado
Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición!
Mi
instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades
totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido,
me ha llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes nacionalidad
cervantina. Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el territorio
incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía.
Dudar de los
dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos
acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia
en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las identidades
religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias.
En vez de empecinarse
en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y comercializarlos tal vez de
cara al turismo como santas reliquias fabricadas probablemente en China, ¿no
sería mejor sacar a la luz los episodios oscuros de su vida tras su rescate
laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del Quijote conocen las estrecheces y
miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América, sus negocios
fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio
malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605,
año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de
la sociedad?
Hace ya
algún tiempo, dedique unas páginas a los titulados Documentos cervantinos hasta
ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor, impresos en 1902 con el propósito,
dice, de que “reine la verdad y desaparezcan las sombras”, obra cuya lectura me
impresionó en la medida en que, pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones
posteriores, la verdad no se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más
de un siglo después las sombras permanecen.
Sí, mientras
se suceden las conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos oficiales
que engordan a la burocracia oficial y sus vientres sentados, (la expresión es
de Luis Cernuda) pocos, muy pocos se esfuerzan en evocar sin anteojeras su
carrera teatral frustrada, los tantos años en los que, dice en el prólogo del
Quijote, “duermo en el silencio del olvido”: ese “poetón ya viejo” (más versado
en desdichas que en versos) que aguarda en silencio el referendo del falible
legislador que es el vulgo.
Alcanzar la
vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa “exquisita
mierda de la gloria” de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a las
hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo.
El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos, no debe distraernos
de la suerte de los más en un mundo en el que el portentoso progreso de las
nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas,
el radio infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre.
Es empresa
de los caballeros andantes, decía don Quijote, “deshacer tuertos y socorrer y
acudir a los miserables” e imagino al hidalgo manchego montado a lomos de
Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la Santa Hermandad
que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la
ingeniería financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y
Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres
almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de
vida y el ansia de libertad.
Sí, al héroe
de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos resulta
difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de paro, corrupción, precariedad,
crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los jóvenes como en
el que actualmente vivimos. Si ello es locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará
siempre un refrán para defenderla.
El panorama
a nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis social.
Según las estadísticas que tengo a mano, más del 20% de los niños de nuestra Marca
España vive hoy bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior a la del
nivel del paro. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no
puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo.
No se trata
de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de
introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura.
Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la
saciedad condena la obra a la irrelevancia y una vez más, en la encrucijada,
Cervantes nos muestra el camino.
Su
conciencia del tiempo “devorador y consumidor de las cosas” del que habla en el
magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a adelantarse a
él y a servirse de los géneros literarios en boga como material de derribo para
construir un portentoso relato de relatos que se despliega hasta el infinito.
Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso Quijano trastornado por
sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por los poderes de la
literatura.
Volver a
Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de
cordura, tal es la lección del Quijote. Al hacerlo no nos evadimos de la
realidad inicua que nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella. Digamos
bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos
resignamos a la injusticia.